Por María Gabriela Mizraje
Recorrer los textos escritos por mujeres argentinas en el siglo XIX demostraría que las mujeres con intentos literarios, si bien no son muchas, son más de lo que en general se cree. Juana Manuela Gorriti, Eduarda Mansilla, Josefina Pelliza, Juana Manso, Rosa Guerra, Eugenia Echenique, Agustina Andrade, Celestina Funes... Mujeres reconocibles, en gran medida, por sus filiaciones con los hombres: hija de, hermana de, madre de, esposa de, amiga de suelen ser los giros que encabezan las explicaciones obligadas para definirlas, porque el rol público (político, militar, cultural) de esos varones de su entorno permite, de algún modo, hacer extensiva la privacidad de tales mujeres. La tensión está aquí: ingresar a la esfera de la publicidad por `mérito propio´ –que en el caso de las mujeres solo puede ser algo así como un "mérito equivalente"– o hacerlo por contigüidad.
El apellido, la virilidad funcionan como entrada; la profesión, la femineidad, como salida. "Las letras" en tanto metáfora de la fama son el lugar idílico al cual se anhela acceder y constituyen un espacio permeable a la femineidad, acaso porque la escritura –y especialísimamente la de las mujeres– es algo que puede desarrollarse dentro del ámbito de lo doméstico. Si a esto se suma una intención pedagógica, una retórica que hace su anclaje en los tópicos para, a partir de ahí, levantar axiomas de moral y civilización, se comprenderá que tal literatura sea tolerada, e incluso propiciada, desde una hegemonía tan poderosa como androcéntrica; siendo que, además, no se entabla una disputa por el público: el público se distribuye.
La audacia resulta un rasgo que los varones prueban en la guerra y pueden probar en literatura. La dulcificación (que suele devenir edulcorante) debe ser el rasgo constitutivo de ellas. Atenuación, eufemismo, reticencia, silencio. En ese orden, J. M. Gorriti, para quien el paradigma ineludible son las luchas independentistas protagonizadas por su padre, no duda en declarar en su diario –a propósito del 2 de Mayo peruano de 1866– que "[las bombas] un puñado de valientes, agrupados en improvisadas baterías, se preparaban a rechazarlas, nosotras, cuyas armas son las plegarias, ornábamos con reliquias el pecho de nuestros defensores". Las tareas quedan, así, bien delimitadas: las cosas del cielo y las cosas de la tierra, las cosas del adentro y las del afuera de la casa, la lírica y la épica, en una serie de dicotomías que van a reforzarse en la oposición cristiana y principal de cuerpo y alma. Un azar de la cronología quiso que dos escritoras que, por generación y diferencias personales apenas se rozaron, convergieran en un fin de año en Buenos Aires cargado de epitafios: 1892. Aunque a la más joven, Eduarda Mansilla, le incomodara el agrupamiento con la vieja maestra, se torna ineludible que a la hora de referirse a las principales escritoras del XIX en la Argentina, se las reúna.
Si las posibilidades de la señorita Mansilla, más tarde señora de García, son mayores, dada su doble condición de miembro de la oligarquía y porteña ("Porteña" era, precisamente, uno de sus seudónimos, es decir: uno de sus escudos), la repercusión alcanzada por Gorriti la supera. La imitación, la adulación, el plagio, la admiración, la consulta y hasta la traición que rodean a la salteña, el séquito de artistas y de aficionados, hombres y mujeres, hacen de ella una figura inequiparable dentro de las escritoras argentinas del siglo pasado. La anciana mujer de letras, requerida por tantos, lamenta, mientras ironiza, no tener relación con Eduarda. De las dos razones que ésta alega, las de edad parecen ser menos determinantes que las políticas: Juana Gorriti había escrito contra Rosas y esa afrenta para la sobrina traductora era algo comprometido. Las hojas del calendario son más livianas que las del árbol genealógico. Entre esos dos papeles fundamentales del siglo XIX, la piedra de toque para la relación imposible va a estar en el apellido materno de Eduarda, pero no más que en las condiciones de clase sustentadas por el apellido Mansilla.
Gorriti (1816-1892) se encarga de conjurar tanto la vertiente de la cronología como la del abolengo: en contra de la primera trabaja en Lo íntimo, su diario, con una estructura mosaica, de fragmentos autónomos, con salteos o vaivenes de los lugares y las fechas sobre los cuales se sustenta, y allí mismo alude a su íntima amistad con Josefina Pelliza (1848-1888) –más joven aún que Eduarda (1834-1892)–, explicitando consideraciones en torno a la edad. La otra refutación aparece cuando un conocido le pide los "títulos" de sus antepasados y las armas de su familia y Gorriti, desdeñosa, quiere eludir pero muestra tales "signos de nobleza", rememorando que su padre los llamaba, con desprecio, "oropeles de la reyecía".
Inserta en el diario entre los espacios de 1892, esa anécdota viene prácticamente a continuación del único comentario relativo a Lucio Victorio; las argumentaciones del "hombre de brillante vida mundana" son, en lo esencial, análogas a las de Eduarda. ¿Qué ocurre entonces con esa respuesta íntimo-pública, en la que se informa que "en cada pieza de nuestra antigua vajilla había un escudo de armas"? ¿Abolengo para reprochar o seducir a los Mansilla?
Acaso por el rastro de los antepasados más de una diferencia, en términos políticos, se matizaría. El "Pachi" Gorriti, caudillo federal, o las oscilaciones de Lucio Norberto Mansilla o el casamiento de Eduarda con el hijo de un declarado antirrosista harían su contribución.
Parecen ser las otras, las distinciones sociales, las que determinan la división irreversible entre ambas, y Juana Manuela las percibe con claridad. Es por ellas que mientras Gorriti viaja por América detrás de exilios, trabajos, climas favorables a su salud, necesidades familiares o, también, gustos y nostalgias, Eduarda Mansilla de García pasea por Estados Unidos y Europa, poniéndose en contacto con los personajes más relevantes del momento, como Abraham Lincoln, el Duque de Chartres o H. W. Longfellow.
Mientras Juana Manuela traduce, por ejemplo, para La Alborada del Plata, en 1877, del original quichua, el "Manchay Puitu", Eduarda Mansilla es, de adolescente, la llamativa intérprete entre Rosas y el conde de Walewski, así como la presumible colaboradora de las traducciones que su esposo Manuel R. García hace, en 1866, de Edouard Laboulaye.
Gorriti opta por el indio (ya desde Sueños y Realidades -1865-, Panoramas de la vida -1876-, Misceláneas -1878); Mansilla, por el gaucho (Pablo ou la vie dans les Pampas -1869), y estas elecciones hablan de una mirada de la historia y del arraigo. Se trata de dos formas de concebir el afamado "nacionalismo".
J. M. Gorriti pone en circulación el yaraví, es ella quien, desde sus veladas literarias de Lima, autoriza a la gente "culta" a escuchar esta música popular y autóctona. E. Mansilla, amiga de nombres resonantes como la contralto Marietta Alboni y el tenor Enrico Tamberlick, musicaliza poemas de A. Lamartine y V. Hugo.
Si Santiago Vaca Guzmán, Santiago Estrada, Pastor Obligado prologan los textos de Gorriti; Laboulaye, Caleb Cushing prologarán los de Mansilla, y Horace Mann o su lúcido hermano Victorio harán la traducción. Alejados epistolarios permiten ver cómo Ricardo Palma comenta y celebra (excepto en el caso de Cocina Ecléctica) la obra de Gorriti, y E. Mansilla recibe, para Pablo o la vida en las Pampas, un amplio elogio de Víctor Hugo.
Las cartas están echadas: R. Palma y Víctor Hugo son las expresiones condensatorias de un sistema cultural de relaciones. 1892 propiciará la intersección de dos entierros literarios: palmas y victorias fúnebres para ambas escritoras argentinas.
Y algo definitorio: las mujeres de nuestro país tenemos que hacer "buena letra".
Artículo aparecido en:Página/12, Suplemento de Cultura, Buenos Aires, domingo 14 de marzo de 1993.
© María Gabriela Mizraje, 1993. Todos los derechos reservados.
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