miércoles, 22 de abril de 2009

¡No toquen a la reina!

Por María Gabriela Mizraje

“¡No toquen a la reina!”
Es ella, Eduarda Mansilla de García (1834-1892), en boca del siempre advertido Sarmiento. No la toquen. Pues llega a la escena literaria con todos los atributos: es bella, es inteligente, es elegante; despliega gracia y es dueña de talentos probados en diferentes disciplinas; transmite bondad, dulzura, posee nobleza; es audaz y prudente a un tiempo; resulta, de modo inevitable, celada, envidiada y admirada por las unas y por los otros. Sabe del hogar y del mundo, tiene calle, campo y salón, como pocas mujeres de su época. Y sí, es una reina de las pampas.
“Ne touchez pas a la reine!” –había dicho él textualmente, asimilándose en el francés, que era una de las lenguas de Eduarda, en la que llega incluso a escribir ficción. Lo que aquellas palabras del ex-Presidente en el otoño de 1879 lograban, era pedir (y ordenar) que la dejaran ser. Y hacer. Hacer periodismo y alcanzar las luces de las letras.
Aquel amparo relativo que Eduarda, por otra parte, no solicita nos la presenta acaparando la atención y desplazándose con sus preciosos ropajes interiores y exteriores sin riesgos de caer en el ridículo.
Suele haber más de un hombre rodeándola con ambiguas protecciones pero garantizándole de esa manera el cumplimiento de cierto codificado decoro.
Eduarda Mansilla tiene (basta leerla) un espíritu libre, pero es la esposa de un señor diplomático –el Dr. Manuel Rafael García–, la hija de un respetado general triunfador en la batalla de la Vuelta de Obligado –Lucio Norberto Mansilla–, la hermana de otro militar, político y escritor de genio y renombre –Lucio Victorio Mansilla– y aún, como si con ello no alcanzara, la sobrina del hombre de la fama acaso más enfática de todo el siglo XIX argentino: Juan Manuel de Rosas. Pues la madre de Eduarda, Agustina, siempre recordada por su incalculable hermosura, era hermana del Restaurador.
Así, cuando accede al circuito literario, Eduarda cuenta con más de un recurso pero también con más de un freno, de ahí que, entre otras protecciones características de su género, recurra al seudónimo.
Sus señas personales se encubren en general con un nombre masculino; en 1860, publica bajo la firma de “Daniel” sus primeras novelas, El médico de San Luis y Lucía Miranda. Mientras ésta aparece en el diario La Tribuna, propiedad de los hermanos H. Florencio y Mariano Varela, amigos del clan Mansilla, Nicolás Avellaneda, que conoce el secreto de la verdadera autoría pero no lo divulga, exclama desde las columnas de El Nacional que se trata de una “bella y brillante perla de la literatura argentina”.
Sin embargo, es llamativo advertir cómo, entre otros, Eduarda opta por un seudónimo que ya no oculta la identidad sexual y que en cambio sella un atributo de pertenencia: “Porteña”. La viajera, la europeizada Mansilla supo escoger a tiempo este nombre sagaz que la ubica en el centro de un mapa amado, más allá de cualquier delegación o extranjería, pero desde el cual a su vez puede colocarse en diálogo con el exterior.
“Eduarda ha pugnado diez años por abrirse las puertas cerra­das a la mujer, para entrar como cualquier cronis­ta o repór­ter en el cielo reservado a los escogidos machos hasta que al fin ha obte­nido un boleto de entra­da, a su riesgo y peli­gro...” –señala Sarmiento en El Nacional en 1885. Y, en efecto, el mismo Nacional, La Tribuna, El Plata Ilustrado, La Nación, La Ilustración Argentina, El Alba, La Flor del Aire, La Ondina del Plata, La Gaceta Musical son algunos de las múltiples pliegos periódicos que reciben con gusto sus valiosas colaboraciones.
En 1847 arribó a la Argentina el conde Alexandre Walewski, hijo de una amante del Emperador Napoleón, para negociar el fin del bloqueo francés al puerto de Buenos Aires. Eduarda, aunque era casi una niña, auspició de intérprete entre el conde y su tío Juan Manuel. Este episodio de diplomacia precoz la marcó para siempre y la dejó grabada en las historias. Pasadas las décadas, es una dama elegan­te que, sin dejar de ser una legítima consorte, hace su propia embajada. En 1861, se pre­senta en Estados Unidos a cues­tas con sus hijos y sus tra­jes pe­ro, so­bre todo, a cuestas con su ser mujer y la pro­fe­sión que persigue. Narra esa experiencia en sus Recuerdos de viaje de 1882, donde la autora es la testigo lúcida y la protagonista desenvuelta, que se desplaza con un erotismo de señora fiel, de lady intelectual latinoamericana, y obtiene sus legitimaciones en medio de los gobernantes y el mundo ilustrado.
De hecho, en el arco temporal que va desde el momento en que realiza, con toda la familia, aquella travesía destinada a acompañar a su marido en su nuevo cargo en el Norte, donde puede beber el espíritu alterado por la Guerra de Secesión, hasta el momento en que, recogiendo de su memoria aquellas impresiones, se decide a redactarlas, Eduarda ha viajado mucho, ha escrito más y ha lanzado una flecha.
Con rapidez, precisión y, sobre todo, dirección inequívoca hacia su destino, la flecha de Eduarda cae en medio de la pampa.
Allí donde duermen, pero sobre todo donde sueñan y despiertan, los gauchos y los indios, Eduarda Mansilla arroja un folletín a doble voz –la adoptada y la propia, la lengua francesa y la castellana–, que es, a la vez, una premonición y una denuncia. Denuncia de la arbitrariedad y los juegos de la política que hunden a los más pobres. Premonición porque en ese terreno cabe la locura materna, en la plaza incesante, ante la injustificable desaparición de un hijo a manos del poder de turno.
De aquella novela increíble dada por entregas en L´Artist de París en 1869 y titulada Pablo o la vida en las pampas repercuten los ecos en la Argentina. Un año después, Buenos Aires la sigue paso a paso en las sucesivas apariciones de La Tribuna que prepara su propio hermano, encargado de vertirla al español, permitiendo un recíproco lucimiento y, de pronto, una conversación familiar que se hace pública, al mejor estilo del charlista autor de las Causeries.
Ese texto había permanecido inédito hasta el presente pero ahora podrá verse completo en un libro que editamos por la Biblioteca Nacional.
Preciosa y traducida; traductora y coqueta; entre gauchos y ranqueles; criollos y extranjeros; llanos y barcos, Eduarda Mansilla es una figura que nos recuerda a cada paso la ex­plo­sión del nombre, el peso de la historia y la conjura de la pala­bra.
“Nosotros quisiéramos redimir al pueblo argentino de esa codicia escéptica y egoísta que envejece a la Europa, dspertando su amor a la gloria y a lo bello, a lo sublime” –se propone en El médico de San Luis. Una forma eficaz de lograrlo parece ser precisamente la práctica sostenida de la literatura, en la que es capaz de innovar y probar moldes intactos en las páginas circulantes por estas latitudes, algunos de ellos aún más extraños en manos femeninas, otros aparentemente más explicables en ellas pero igualmente vírgenes.
Los Cuentos infantiles (1880) con los que acompasó las cunas de sus seis hijos y en los que fue pionera de alta penetración psicológica, gran fuerza visual, universos lúdicos y perspectivas éticas; los relatos recogidos en Creaciones (1883) donde volverá a advertirse el buceo en las subjetividades y el despunte de lo fantástico; las obras de teatro, como La marquesa de Altamira (1881), y los diálogos inesperados de una novela como El amor (1885) donde la pasión se vuelve esquiva; la música en la que se destacó en sus roles de intérprete vocal, instrumental y crítica y para la cual también compuso breves piezas y canciones; las tertulias sociales e intelectuales, en fin, todo ese caudal invaluable va a unirse a la soledad de los últimos tiempos, su deseo explícito de que nada suyo se reeditara, el baúl extraviado con sus escritos conocidos e inéditos, y las reconstrucciones de su hijo Daniel, también Embajador, quien, a través de lo Visto, oído y recordado (1950), le alcanza con emoción su tributo.
La obra de Eduarda Mansilla constituye un patrimonio inestimable y –salvo excepciones– fatalmente perdido de la República. A pesar de todo, muchos textos quedaron diseminados y sobrevivieron para memoria nuestra, dando prueba fidedigna de sus dotes, de sus precursorías, de su estatura cultural, feminista y espiritual.
La sofisticada y magnífica escritora argentina, elogiada por Victor Hugo y Edouard Laboulaye, no necesita carta de recomendación entre nosotros: allí están sus palabras íntegras aguardándonos.
Si la esperanza puede ser una variante de la memoria, una conquista retrospectiva que nos sale al paso en las iluminaciones de las búsquedas, Eduarda Mansilla (con Pablo de la mano y el paisaje de la pampa al fondo) nos reconecta sencillamente con la vida.
Nota de tapa aparecida en:Pliegos de La montaña mágica, n° 3, Buenos Aires, marzo 8 de 2007.
© María Gabriela Mizraje, febrero 2007.
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