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martes, 2 de junio de 2009

Eduarda Mansilla

Texto para las Jornadas Eduarda Mansilla

por Irene Chikiar Bauer

En la primera historia de la literatura argentina, publicada entre 1917 y 1921, Ricardo Rojas se refiere apenas a las escritoras argentinas del siglo XIX, y hace una ligera alusión al “despertar del espíritu femenino” (Rojas, VIII, 488) que evidentemente, consideraba apresado en las garras de Morfeo.

Mostrar que Eduarda Mansilla fue una escritora cabal que ampliamente trasciende ese supuesto despertar, ha sido y sigue siendo la tarea de numerosos estudiosos y críticos de su obra.

Es llamativo que Rojas se refiera al despertar del espíritu femenino, cuando, en el caso de Eduarda Mansilla, se puede hablar de una literatura cimentada sobre una base espiritual compleja, que la lleva a profundizar y discutir paradigmas o dicotomías establecidas por el canon literario de su época.

Desde El médico de San Luis y Lucía Miranda, sus novelas de juventud, su intención fue no sólo influir en aspectos concretos de la realidad, específicamente en el orden de la política, sino lograr ascendiente entre sus compatriotas, especialmente los jóvenes, en relación con el plano espiritual.

No va a tientas con su escritura; su literatura no apunta al autodescubrimiento. La juventud y el género no la eximen, ni es esa su intención, de una visión global acerca de cuáles son los mitos de origen de la nación, cuales sus luchas, y hacia donde debe encauzar, y con qué herramientas, su destino y el destino colectivo de sus compatriotas.

Juventud y género tampoco son impedimentos para una escritora que intenta influir en la conciencia de sus lectores y en el futuro de los argentinos.

Eduarda Mansilla amplia la repetida fusión entre vocación literaria y vocación política característica de los escritores argentinos del siglo XIX; le interesa profundizar en el plano psicológico y espiritual de sus personajes y aunque advierte que el destino de los mismos está prefijado por condicionamientos sociales y políticos, su convicción religiosa la lleva a introducir la fatalidad, como elemento clave que da homogeneidad a sus criaturas. Ricos y pobres, poderosos y excluidos, todos dependen, finalmente, de designios misteriosos y secretos que escapan de la propia decisión.

La preocupación por los mitos del origen y por el destino, ponen en juego cuestiones del orden filosófico y religioso, que podrían hacernos afirmar que Eduarda Mansilla puede catalogarse como una escritora cristiana. Aunque defienda la evangelización como alternativa oportuna para superar la barbarie, lo que ella propone no es un cristianismo institucional y verticalista; su cristianismo recuerda tanto el caminito de la joven Teresa de Lisieux –“todo es gracia”- como la búsqueda de Simone Weil, junto a la que podría decir que la “virtud de la humildad” es “la más bella quizá, de las virtudes” (Weil,27).

Eduarda Mansilla ha sido blanco de prejuicios que impidieron que hasta el momento se la haya incorporado a un lugar de relevancia en el “canon” literario argentino del siglo XIX. La historia de estos prejuicios puede remontarse a la época en que vivió como sobrina dilecta de Rosas, para luego contraer matrimonio con un diplomático de familia unitaria. Pero lejos de recostarse en el. bando seguro, representado luego de la caída de los federales por su marido, diplomático y amigo de Sarmiento, Eduarda vivió y escribió desde una zona fronteriza, cuestionando a quienes sostienen que el fin justifica los medios. A diferencia de la propuesta de Sarmiento, en su triste frase dirigida a Mitre “no trate de economizar sangre de gauchos” (Gibelli 4,xxxiv), ella se lamentó de que en este país, desde los tiempos de la colonia, “jamás nadie tuvo la idea de convertir a nuestros indios sino con la espada y la carabina” (Mansilla 2007,220) En su cosmovisión, los proyectos educativos y evangelizadores se complementan, y la mujer tiene reservado en ambos un papel protagónico. Aunque puso cuidado en no adherir abiertamente a posiciones feministas, Eduarda Mansilla sufrió los prejuicios de su clase social, que si bien aceptaba que las mujeres fueran cultas no alentaba que se expusieran públicamente, aunque se tratase, como es su caso, de una escritora y compositora de talento. Su propio hermano Lucio, traductor y editor de su obra, -tal vez con ironía- asignaba un papel secundario a las mujeres que se dedicaban a lo literario:

¿Cuándo se convencerán nuestras familias que en América es precario el porvenir de las literatas y que es mucho más conducente el logro de ciertas aspiraciones que escribir con suma gracia, saber coser, planchar, cocinar? (Mansilla. L,438)

Los prejuicios sexistas y políticos que tuvo que afrontar en vida, adquieren nuevas facetas en la actualidad ; la figura y la obra de Eduarda Mansilla siguen sufriendo en manos de los que aún le niegan el lugar que le corresponde. Otra vez se ponen en funcionamiento los prejuicios que ven en la literatura de las mujeres del siglo XIX argentino, un arte menor; pero más difícil de remontar, son los prejuicios que anidan en una crítica literaria que lee aquellas obras del siglo XIX ,en el marco de las actuales expectativas de recepción. En estos casos, el reconocimiento de Sarmiento cae en saco roto:

Eduarda ha pugnado 10 años por abrirse las puertas cerradas a la mujer para entrar como cualquier cronista o reportero en el cielo reservado a los escogidos (machos) hasta que al final ha obtenido un boleto de entrada a su riesgo y peligro, como le sucedió a Juana Manso, a quien hicieron morir a alfilerazos, porque estaba obesa y se ocupaba de la educación (Sarmiento,277)

Entrenada en su rol de primera dama de la cancillería argentina en el exterior, y haciendo gala de tacto e inteligencia, Eduarda Mansilla evitó posiciones feministas extremas, pero una lectura atenta de su obra es fructífera en tanto nos presentó un tipo de mujeres fuertes en su debilidad, con fortaleza espiritual propia y cuya debilidad radicaba en los condicionamientos sociales y políticos que las limitaron.[1]

Eduarda Mansilla vivió entre el lujo, la opulencia y el poder, pero siempre atenta a la realidad de los excluidos. Su búsqueda es trascendente, porque se rige por el axioma “elévate por la verdad, la virtud y la belleza”, atribuido a Echeverría, pero incorporado definitivamente al patrimonio universal. Esta actitud queda clara desde el epígrafe que elige para su primera novela, El médico de San Luis, y que toma de la Introducción al Vicario de Wakefield,de Oliver Golsmith, donde dice:

En este siglo de opulencia y refinamiento ¿a quién podrá agradar un carácter como éste? (…) la simplicidad de su modesto hogar de provincia (…) un hombre que halla su mayor consuelo en la esperanza de otra vida (Mansilla, BV)

El Dr, Wilson, protagonista de la novela, es un médico inglés, protestante que se había casado con una criolla, dueña de una pequeña chacra y con quien ha tenido dos hijas. Como ha señalado Hebe Beatriz Molina, la obra propone un axioma moral que asocia moderación y felicidad: “la ambición produce dolor; en cambio, la resignación garantiza la felicidad. Se resigna quien confía en Dios y ama a los hombres `quejarse de la vida mientras se puede amar es una torpe blasfemia´” (Molina, 80-4).

El Dr Wilson ama a su familia, a esta tierra extraña y a sus pobres pacientes a quienes no cobra un centavo, cuestión en la que no repara David Viñas, cuando pone el énfasis en que los criados que se desempeñan en su finca, se resistían a cobrar por su trabajo, llegando a la conclusión de que a Eduarda sólo le importaba el señorío. Mi opinión es que desde su perspectiva misionera, nuestra autora denuncia la ambición, y exalta una aristocracia de la virtud, la de aquellos que se elevan por la verdad, la virtud y la belleza. En consonancia con su madre, su hijo Daniel, tan apegado a ella y que luego de seguir la carrera diplomática, casarse y enviudar, se convirtió en sacerdote, escribió en sus memorias: “mucho debemos a la sangre, pero más, a la educación y al propio esfuerzo”(García Mansilla,185).

En cuanto al dinero, “ese Dios que rige las sociedades humanas”, en el imaginario eduardiano se ostenta otro tipo de señorío:

En las sociedades democráticas en donde por medio del dinero se alcanza poder y se llega a los primeros puestos, la necesidad del dinero llega a ser una fiebre. Y ¡ay del que sigue tan resbaladiza pendiente!, pues transige con su conciencia, le sacrifica hoy un ligero escrúpulo y mañana se echará en brazos de los más espantosos abusos; porque el que es rico es respetado, y ese respeto hace que

todos olviden los miserables medios que empleó para hacer fortuna (Mansilla, BV)

Frente a la sociedad burguesa y al poder del dinero, el Dr Wison se muestra virtuoso pero no contestario y señala: “Siempre he pensado que una de las grandes muestras de sabiduría que puede dar el hombre es conformarse con la suerte que le ha cabido, evitando prudentemente salir de la esfera en que fue colocado por la Providencia” (Mansilla, BV)

En esta aceptación que Eduarda comparte, resignación y conformismo van de la mano; pero en su caso, aunque no renuncia a la burguesía y al señorío de sus ancestros, nuestra escritora es sensible a las realidades sociales y sin utilizar recetas revolucionarias, advierte las injusticias y cree que la forma de morigerarlas es disminuyendo las condiciones de explotación. Aunque no pasa por su cabeza que los explotados tomen el poder, y su sensibilidad está lejos de analizar la situación desde la perspectiva de la lucha de clases, su propuesta, muy afín a la de muchos pensadores cristianos, tiene que ver con lograr una mejoría en las condiciones de los explotados en la que también se salva el explotador.

Se ha señalado que antes que el Martin Fierro, en Pablo o la vida en las pampas, Eduarda Mansilla denuncia la injusticia de la exclusión:

¿Qué sabe un gaucho de los deberes ciudadano? ¿Quién se los ha enseñado jamás? ¡Cómo podéis exigir el cumplimiento de lo que ignora?(…) Quien le habló jamás de un Dios padre de todos y bueno para todos? (…)¿Porqué los sacerdotes ilustrados no van a la campaña? (…) ¿Porqué no ponéis escuelas en todas partes, con profesores morales y bien pagados, que enseñen al hijo del gaucho la obligación del cristiano, para que pueda comprender en seguida el deber y el derecho del ciudadano?” (Mansilla, BV)

La denuncia de Eduarda Mansilla, válida para los gauchos de entonces, lacera por su actualidad, transpolada hoy en día a los millones de excluidos, “cabecitas” “villeros”,” marginales…. “Cabe señalar que cuando invoca la necesidad de una educación religiosa, la voz narradora propone que se enseñe “al hijo del gaucho la obligación del cristiano”. En esa “obligación” Eduarda Mansilla centra su idea de un cristianismo inclinado al amor al prójimo.

Apreciado por su comunidad, que nada puede hacer cuando víctima de un juez inescrupuloso el Dr Wison cae en prisión, se encuentra con el sargento Pascual Benítez, un gaucho que se ha desgraciado con la justicia por haber dado muerte a un hombre. Representantes de la dicotomía civilización –Wilson- y barbarie –Benítez-, el encuentro en la celda, da cauce a la intimidad y a las confesiones. A través de Wilson, la autora pone en cuestión la dicotomía entre civilización y barbarie, -para ella no todo el bien está del lado de los civilizados, ni todo el mal del lado de la barbarie- señalando que el mal “es causado más por la impaciencia de los civilizados que por la barbarie de los incultos”, y atribuye a los políticos la “falta de educación moral” de los “millares de gauchos salvajes” (Mansilla,BV)

La novela se plantea un dilema de implicancias filosófica y religiosa; la condición para valorar la vida ajena, es valorar la propia vida. Conmovido porque el médico está en prisión, el sargento Benítez escapa y mata al Juez corrupto, y de regreso a la prisión, explica:

cuando me quedaba dormido oía una voz que me decía: ¡mátalo, Pascual! ¡mátalo, Pascual! Que al fin para vos no es sino otra muerte y para esta familia de santos es una felicidad grande (Mansilla,BV)

El Dr Wilson llora mientras escucha “a aquel infeliz, víctima de sus malos instintos, en lucha con la generosidad de su corazón”, e intenta “abrir su corazón al arrepentimiento”, le habla de la bondad de un “Dios que es todo amor”. La respuesta de Pascual

Yo no sabía todo eso (…) señor, yo quisiera arrepentirme de haber muerto a ese bribón; pero se me figura que he hecho bien; ¡ya se ve…la costumbre! Usted que sabe tantas cosas lindas del cielo, dice eso, así será y haré fuerza (Mansilla, BV)

En tanto en El médico de San Luis, aparece la preocupación por el destino individual y el de la nación, en Lucía Miranda, la novela que publicó en el mismo mes, Eduarda Mansilla se remonta a los mitos del origen.

Refiriéndose a esto Maria Rosa Lojo entiende que la Lucia Miranda de Eduarda Mansilla es un mito de origen, - una “narración fundadora que pretende explicar la violencia interétnica y legitimar la Conquista, y que, al hacerlo, coloca en una frontera o borde peligroso (por lo ambiguo) el rol femenino” (Lojo, 27). En esta novela, Eduarda propicia la integración de otros excluidos, esta vez los indios, asigna a la mujer la tarea educadora y evangelizadora por la que había abogado en su otra novela[2].

Se ha señalado que el hilo conductor de la novela es el personaje de Lucia Miranda, y “sobre todo, su proceso de maduración como mujer íntegra y, en consecuencia, digna de convertirse en heroína y mártir” (Molina, 389). De hecho, Lucía recibe una educación atípica de parte de su protector, Fray Pablo, a quien reemplaza cuando muere, haciéndose cargo de educar y catequizar a las indias y aconsejar, consolar y socorrer a las mujeres españolas. Lucía es una mujer de excepción, que ama la literatura y tiene firmes convicciones morales y religiosas y aprende con facilidad la lengua de los aborígenes. Se gana su afecto, y comprende y alienta el amor que un joven de la expedición española siente por la joven aborigen, Anté.

La novela se precipita hacia un desenlace trágico, cuando dos hermanos, el cacique Mangoré y su hermano Siripo, se enamoran de Lucía. Con el marido de Lucía lejos, Siripo induce a Mangoré a atacar el fuerte, logra acabar con su hermano y rapta a Lucía, que finalmente elige morir junto a su marido antes que entregarse al indio. La historia no se aparta del mito en el que está basada, pero Eduarda Mansilla plantea la realidad de la hibridación y la renovación de la vida por medio de los personajes de Anté y Alejo, que contemplan la ejecución del matrimonio blanco a la distancia y representan el comienzo de un nuevo ciclo cultural.

La lucha contra los instintos constituye para Eduarda Mansilla, la base de la civilización. Examina una y otra vez las alternativas a las que se ve sometida la libertad humana. Así dice que el indio es “¡Infeliz, más infeliz mil veces que el hombre educado”, que “templado por las convenciones sociales, aprende á desamar y á desear sin cesar, reprimiendo con dureza sus más ardientes aspiraciones, y vive y muere con replegadas alas” (Mansilla 2007,348)

La represión de los instintos, como condición para el desarrollo armónico de la vida social y familiar, es un motivo que se repite a lo largo de toda su obra. El deseo sexual que Mangoré intenta reprimir, es uno de los atributos que lo hacen simpático a la voz narradora, que está implicada con la civilización, y señala que Siripo lo tienta “incitando sin piedad sus agudos celos de salvaje” “facilita á guisa su deseo” hasta que Mangoré cede, “abatido por la lucha de sus pasiones” (Mansilla 2007,347).

En tanto, Lucía, educada en el dominio de las pasiones y de los instintos, apoya su mano sobre el brazo de Mangoré, sin tener en cuenta lo que provoca en él: “al contacto de aquella mano, sintió que su sangre toda, convertida en fuego, abrasaba sus venas; extraño vértigo dobló sus rodillas, ahogósele la voz en la garganta, hondo gemido arrojó su pecho” (Mansilla 2007, 338)

Los indios de Lucía Miranda, y el Sargento Benítez de El Médico de San Luis, son hombres vencidos por sus instintos, sin nociones de moral ni ética religiosa, tema que reaparece en Pablo o la vida en las pampas en el personaje de el Duro, que ejecuta a Pablo, y que tiene como antagonista al capitán Vidal, alter ego de la autora, que intenta en vano convencerlo:

los gauchos no tienen necesidad de rigor, Es menester al contrario en este momento procurar atraerlos a todos (…) Unamos nuestros esfuerzos, coronel, para hacerlos mejores, haciéndolos menos desgraciados (Mansilla 2007,292)

Más adelante, a modo de predicción por no atendida funesta, Vidal intenta convencer al Duro:

Que esa horrible costumbre de erigirnos, nosotros los militares, en verdugos, desaparezca de nuestros campos cuanto antes (Mansilla 2007,292)

Vidal , el personaje afín con la voz narradora y con las intenciones de la autora, afirma de manera contundente:

Con el sistema del terror, de la opresión y de la arbitrariedad, todos (los gauchos) se volverán gauchos malos en seis meses (Mansilla 2007, 292)

Una vez anexado el gaucho, tema de Pablo… , que se insinúa en El médico de San Luis, neutralizado y eliminado el indio, tema de Lucía Miranda; Eduarda Mansilla retoma su misión educadora y evangelizadora cuestionando la moral burguesa.

Regresa a Buenos Aires en 1879, tras catorce años de ausencia, y permanece en el país hasta 1884; durante cinco años publica varios de sus trabajos reunidos en seis libros. En 1880 aparece Cuentos, primer libro de relatos infantiles publicados por autor argentino. En 1881 la obra de teatro La Marquesa de Altamira, en 1882 reedita Lucia Miranda, publica en 1883 Creaciones, y finalmente, en 1885, la nouvelle Un amor.

Nuestra autora impugna los valores y el poder de la burguesía y cuestiona a los yankees, en los Recuerdos que escribió en 1882, donde rememoró su estadía en los Estados Unidos, veinte años atrás. Así como no acató la célebre dicotomía civilización y barbarie, propuesta por Sarmiento, tampoco sintió como él una rendida admiración ante la nación del norte, ni la puso, sin discusión, como modelo[3]. Incluso denuncia lo que llama la historia privada de esa nación: “muerte, traición y rapiña, han sido las armas con las cuales han combatido; promesas y engaños, he ahí su política con los hijos del desierto” (Mansilla1996,61)

Aunque se le ha criticado su preferencia estética por el sur, Eduarda Mansilla denuncia el pensamiento: “más cínico que evangélico: el fariseísmo político de las Sajones ha hecho su camino, y la gran nación va adelante con su go a head, destruyendo, pillando, anexando” (Mansilla 1996, 62).

Respetuosa de todas las religiones, y prácticas religiosas, a Eduarda le interesa comparar a católicos y protestantes y finalmente confiesa su “pecado”: “yo era sudista” (Mansilla 1996, 197). A través de la confesión ,en el catolicismo se obtiene el perdón, y lo que Eduarda confiesa es, de todas maneras un pecado que considera menor, el de deslumbrarse por una estética y savoir faire, que por basarse en una injusticia –“reinaba la esclavatura”- debe ser expiado por los sudistas, una lección cruel para los antiguos amos, “qué llegó á enternecer á esos mismos esclavos” (Mansilla 1996, 198).

La idea sufrimiento como el medio de expiar[4] las culpas, atraviesa la obra que Eduarda publicó en la década del ochenta. En los cinco inéditos que da a luz por entonces, la literatura está hibridada con el espíritu de una autora que siente el impulso de transmitir valores. Desde esta perspectiva moral y cristiana puede leerse el libro Creaciones; donde se plantea el triunfo del alma sobre la materia y los desvaríos de la ciencia en El ramito de romero y Dos cuerpos para un alma-, lo vano de las apariencias,- en una obra que anticipa la técnica del photo-shop, Simila Similibus-; la tragedia desencadenada por una mentira, en La loca; las desigualdades sociales y el mandato de la caridad, en Bepp;, y un tema caro a Eduarda Mansilla: comparar a católicos y protestantes, en Kate.

Una cruzada literaria y misionera, inspiran a Eduarda Mansilla, con lo que no es de extrañar que dedique a “La Juventud Argentina”, La Marquesa de Altamira, o que señale en el prólogo a los cuentos infantiles, que su ambición es “Vivir en la memoria de los niños argentinos”, a los que quiere “familiarizar” con la idea de que “el sufrimiento no cuenta solo por la cantidad sino por la calidad, mostrándoles que la virtud debe ser amada porque es bella” (Mansilla 1880,VIII).

La influencia victoriana es evidente en los relatos infantiles de 1880, “apólogos sencillos”, como los llamó Eduarda, en los que pecado y castigo están íntimamente asociados; así la vanidad castigada es el tema de La Jaulita Dorada y de El alfiler de cabeza negra; la desobediencia castigada, el de Nika; y la insatisfacción castigada,el tema de Chimbrú.

En Pascua, se relata cómo se celebra dicha festividad en Europa y Estados Unidos. La descripción da paso a una reflexión clave:“Dios quiere que de la muerte nazca la vida” (Mansilla, 1880,68) Tema caro a Eduarda Mansilla y que explica en parte que la destrucción de objetos inanimados o la muerte, sean el fin de los protagonistas de seis de los diez relatos de este libro dedicado a los niños.

La tesis, el sufrimiento enseña, las apariencias son vanas, y los malos deseos engendran culpa, son los tema de Bimbo, y deTriflor, cuentos protagonizados por un perrito y un gallito. La vanidad de las apariencias es un tópico recurrente en todos estos relatos, y alcanza dramatismo en el divorcio entre apariencia y virtud, planteado en el caso de la historia de la jorobadita, en La Paloma blanca.

Que los niños –y adultos- se dejen guiar por la apariencias, obsesiona a nuestra autora, que intenta dejar en claro, constantemente, lo que considera el mayor de los señoríos: el de la virtud. De hecho, la resignación, el cariño o el apego se transforman en mediadores, que le permiten eludir la consabida confrontación de clases sociales, y resolver el problema desde una perspectiva algodonada, lejana a los estallidos y la violencia. Así en Tio Antonio, su protagonista es un esclavo negro: “su vida fue una constante dedicación a aquellos a quienes pertenecía, por esa horrenda ley hecha por los fuertes, en menoscabo de los débiles” (Mansilla 1880, 172). Entrega, sumisión y bondad, son las características de un personaje que Eduarda Mansilla presenta virtuoso y desdeñado, y al que sólo resta alcanzar, “más allá de la vida, lo que los cristianos llaman bienaventuranza” (Mansilla1880, 179)

La conciencia de que el otro, el distinto, es de todas maneras, su prójimo, persigue a una escritora que no renuncia a la encumbrada posición social que disfruta, no es su intención ser una pobre entre los pobres, pero se siente impulsada a señalar a los más encumbrados en la pirámide social, que tienen deberes ineludibles. Este impulso alcanza renovada expresión en La Marquesa de Altamira, una obra en tres actos que se representó en Buenos Aires en 1881. La Marquesa es una dama encumbrada, orgullosa de su título y posición social, que no vacila en valerse de cualquier medio para lograr su propósito, en tanto la joven y delicada Paulina, es presentada como su antítesis virtuosa.

Aunque conocía la obra de Emile Zola, y por ende las “representaciones femeninas que desestabilizaron las imágenes tradicionales” (Minellono,39); Eduarda Mansilla siguió construyendo sus personajes femeninos siguiendo la retórica del discurso romántico[5].

En tanto la Marquesa de Altamira se rige por los códigos sociales, se siente deslumbrada por la riqueza y las apariencias, Paulina es una joven cándida, protegida por su tutor, que dedica a la caridad buena parte de la fortuna que hereda. Movilizada por las injusticias, por el “desequilibrio que impera en la sociedad humana”, Paulina, a la que su tutor llama “Comunista Sublime! Corazón verdaderamente cristiano!”), desearía dar todo lo que posee, y sueña con un día en el que “los ricos partirán sus bienes con los necesitados” ((Mansilla 1882,44) Su tutor, representante del sentido común, y que actúa como fiel de la balanza, se encarga de morigerar la pulsión dativa de Paulina, para evitar que pierda su fortuna.

Eduarda ya se había referido a lo que entendía por comunismo. En Pablo…, explicaba el sistema de producción en la pampa, diciendo que era un comunismo completamente primitivo, pues los enfiteutos de las pampas podían explotar la tierra sin darle cuenta a nadie” (Mansilla 2007,145). En esta novela responsabilizaba a la dicotomía civilización y barbarie por los enfrentamientos de una República y señalaba que la Argentina era “un país donde no debieran existir diferentes clases, distinciones sociales de ninguna especie, donde el sentimiento democrático, habiendo echado raíces desde el primer día, había abolido toda sombra de privilegio” (Mansilla 2007,218).

Las citas al socialista utópico Fourier[6], dan cuenta de la preocupación por encontrar alternativas a un sistema injusto, pero Eduarda estaba lejos de sostener ideas revolucionarias. En sus memorias, su hijo Daniel señala que fue bautizado en Paris por un sacerdote que fue fusilado por los comuneros y a quien llama un “mártir de la comuna” (García Mansilla 61). Por otra parte, cuando cuenta que el esposo de su hermana, había formado parte del ejército que entró a París en 1871, cita alguna de las “escenas verdaderamente horrorosas” que su cuñado le había contado, atribuía a los “communards” a los que llama “comunistas de esos días”, lo más próximo a lo que en nuestro país se atribuía a los representantes de la barbarie. Información que lo lleva a omitir la crueldad del ejército, aunque desliza, sin inmutarse, que los soldados “hicieron pedazos en un santiamén” a una “terrible bruja sórdida y desgreñada” que disparaba sobre ellos (García Mansilla 141)

Lo más probable es que Eduarda compartiera la visión negativa que tenían de la insurrección comunera, su hijo y su yerno. No ver con buenos ojos los levantamientos obreros y campesinos, la fijan en el mismo lugar de Paulina, la joven idealista de La Marquesa de Altamira, que se imagina que los ricos accederían voluntariamente a la distribución de la riqueza; y que es rescatada de su visión utópica por el sensato tutor, que le dice que el rico tiene deberes con los pobres, de los que puede excusarse sin prejuicio, pero que el rico “tiene deberes para con los ricos, y esos deberes son tan exigentes” que es imposible prescindir ellos (Mansilla1882,44-45)

Esa es la condición que ni Paulina –inmediatamente cambia de tema-, ni Eduarda, han podido sortear. Dividida entre los deberes con su propia clase social, y junto a aquellos otros hacia los que se sentía inclinada su conciencia y su corazón, Eduarda Mansilla prestó su voz a los excluidos, defendió a los miserables, operó dentro del margen que le permitía una autoexigida humildad, guiada y limitada, pertrechada y defendida en una fe que emanaba de un corazón sensible, sostenido por el oficio literario.


[1] Al respecto, es fundamental considerar personajes como la madre de Pablo, sus vecinas y de Rosa, la criada en “Pablo…” ; o la misma Lucía, de “Lucía Miranda”. También es ilustrativo el caso presentado por un personaje bastante antipático y ridículo que en “La Marquesa de Altamira”, intenta convencer a Paulina que debe seguir los dictados sociales, y pone para ello el ejemplo desgraciado de una joven con intenciones y gustos intelectuales, que mal vista por la sociedad, tuvo que marcharse a Francia.

[2] En “El médico de San Luis”, ya había señalado; la solución de muchos males que aquejaban a la patria, se resolverían si se tuviera en cuenta “robustecer la autoridad maternal como punto de partida” (E.Mansilla,)

[3] Cabe destacar que entre las cosas que le parecen destacables, señala con admiración que las mujeres puedan ejercer el periodismo , tengan libertad de trasladarse sin chaperonas.

[4] Daniel García Mansilla, hijo dilecto de Eduarda, en el que cabe inferir una piedad similar, señala tras la muerte de su esposa, luego de cuarenta años de matrimonio: “Tan abismal catástrofe que representó la mayor prueba de toda mi existencia, puede que me haya valido no pocos perdones. ¡Fiat…! (Garcia Mansilla 148)

[5] Válido para su última nouvelle, Un amor, en la que la protagonista femenina renuncia al amor, y anuncia su vocación de permanecer junto a sus padres, o ingresar a un convento.

[6] Lo cita principalmente en el cuento infantil“Bimbo”

viernes, 24 de abril de 2009

Jornadas Eduarda Mansilla


Programa

Jornadas Eduarda Mansilla
(1834-1892)
La literatura como destino, una escritora nacional y cosmopolita.

Programa

Primera Jornada
Jueves 28 de mayo, a las 18:00.
Sala Augusto R. Cortazar de la Biblioteca Nacional.

Primera parte
18:00 a 19:00.
  • Apertura de las Jornadas.
  • Eduarda Mansilla, escritora y periodista. Mesa redonda con la participación de Néstor Tomás Auza, Irene Chikiar Bauer y Lily Sosa de Newton.

19:15 a 19:30 Intervalo

Segunda Parte:
19:30 a 20:30
  • Mesa redonda. Las editoras de Eduarda Mansilla. Exponen María Rosa Lojo (Lucia Miranda), Hebe Beatriz Molina (Cuentos infantiles) y María Gabriela Mizraje (Pablo o la vida en las Pampas)

Segunda Jornada
Viernes 29 de mayo, a las 19:30.
Auditorio Colegio de Escribanos. Av. Callao 1542.

  • Conferencia, Eduarda Mansilla y la Música a cargo de Juan Maria Veniard.
  • Canciones de Eduarda Mansilla 
  • Obra para piano y canciones de Eduardo García Mansilla.
Silvina Sadoly (canto)  Emiliano Turchetta (piano)

miércoles, 22 de abril de 2009

Mujeres de, mérito propio

 Por María Gabriela Mizraje 


 Recorrer los textos escritos por mujeres argen­tinas en el siglo XIX demostraría que las mujeres con inten­tos literarios, si bien no son muchas, son más de lo que en gene­ral se cree. Juana Manue­la Go­rriti, Eduarda Mansi­lla, Josefina Pelliza, Juana Manso, Rosa Guerra, Eugenia Echeni­que, Agustina Andrade, Celesti­na Fu­nes...  Mujeres reco­nocibles, en gran medida, por sus fi­liaciones con los hombres: hija de, hermana de, madre de, esposa de, amiga de suelen ser los giros que en­cabezan las explica­ciones obli­gadas para definir­las, porque el rol pú­blico (po­líti­co, mi­litar, cultu­ral) de esos varones de su entorno permite, de algún modo, hacer extensiva la pri­vacidad de tales mujeres. La tensión está aquí: ingre­sar a la esfera de la publi­cidad por `mérito propio´ –que en el caso de las mu­jeres solo puede ser algo así como un "mérito equiva­lente"– o hacerlo por conti­güidad.    
El apellido, la virilidad funcionan como entrada; la profesión, la femi­nei­dad, como salida. "Las letras" en tanto metáfora de la fama son el lugar idílico al cual se anhela acceder y constituyen un espacio permea­ble a la femi­nei­dad, acaso porque la escritura –y especialísima­mente la de las mu­jeres– es algo que puede desarrollarse dentro del ámbito de lo domés­tico. Si a esto se suma una intención pedagógica, una retó­rica que hace su anclaje en los tópicos para, a partir de ahí, le­vantar axiomas de moral y civi­lización, se comprenderá que tal litera­tura sea tolera­da, e inclu­so propiciada, desde una hege­monía tan po­derosa como an­drocén­trica; siendo que, además, no se entabla una dispu­ta por el pú­blico: el público se distribuye.   
 La audacia resulta un rasgo que los varones prueban en la guerra y pueden probar en literatura. La dulcificación (que suele devenir edul­corante) debe ser el rasgo constitutivo de ellas. Atenuación, eufe­mis­mo, reticencia, silencio.    En ese orden, J. M. Gorriti, para quien el paradigma ineludible son las luchas independentistas protagonizadas por su padre, no duda en decla­rar en su diario –a propósito del 2 de Mayo peruano de 1866– que "[las bombas] un puñado de valientes, agrupados en improvisadas bate­rías, se pre­paraban a rechazarlas, noso­tras, cuyas armas son las plega­rias, or­nába­mos con reliquias el pecho de nuestros defensores". Las tareas que­dan, así, bien delimita­das: las cosas del cielo y las cosas de la tie­rra, las cosas del adentro y las del afuera de la casa, la lírica y la épi­ca, en una serie de dicoto­mías que van a reforzarse en la oposición cristiana y principal de cuerpo y alma.    Un azar de la cronología quiso que dos escritoras que, por genera­ción y diferencias personales apenas se rozaron, convergieran en un fin de año en Buenos Aires cargado de epitafios: 1892. Aunque a la más joven, Eduarda Mansilla, le incomodara el agrupamiento con la vieja maestra, se torna ineludible que a la hora de referirse a las princi­pales escrito­ras del XIX en la Ar­gentina, se las reúna.   
 Si las posibilidades de la señorita Mansilla, más tarde señora de García, son mayores, dada su doble condición de miembro de la oligar­quía y porteña ("Porteña" era, precisamente, uno de sus seudónimos, es decir: uno de sus escudos), la repercusión alcanzada por Gorriti la su­pera. La imi­tación, la adulación, el plagio, la admiración, la consulta y hasta la traición que rodean a la salteña, el séquito de artistas y de aficiona­dos, hombres y mujeres, hacen de ella una figura inequipara­ble dentro de las escritoras argentinas del siglo pasado.    La anciana mujer de letras, requerida por tantos, lamen­ta, mientras ironi­za, no tener re­lación con Eduarda. De las dos razones que ésta alega, las de edad pa­re­cen ser menos determinantes que las políti­cas: Juana Go­rri­ti había es­crito con­tra Rosas y esa afrenta para la sobrina tra­duc­tora era algo compro­meti­do.    Las hojas del calendario son más livianas que las del árbol genealó­gico. Entre esos dos papeles fundamentales del siglo XIX, la pie­dra de to­que para la relación impo­sible va a estar en el apellido ma­terno de Eduarda, pero no más que en las condi­ciones de cla­se susten­tadas por el apellido Man­silla.    
Gorriti (1816-1892) se encarga de conjurar tanto la vertiente de la crono­logía como la del abolengo: en con­tra de la primera trabaja en Lo ínti­mo, su diario, con una estructu­ra mo­saica, de fragmentos autóno­mos, con salteos o vaivenes de los luga­res y las fechas sobre los cua­les se sus­tenta, y allí mismo alude a su ín­tima amistad con Josefina Pelliza (1848-1888) –más joven aún que Eduarda (1834-1892)–, explici­tando con­sideraciones en torno a la edad. La otra refutación apa­rece cuan­do un conocido le pide los "títulos" de sus antepa­sados y las ar­mas de su fa­milia y Gorriti, desdeñosa, quiere eludir pero mues­tra ta­les "sig­nos de no­ble­za", rememorando que su padre los llama­ba, con des­precio, "oro­pe­les de la reyecía".   
 Inserta en el diario entre los espacios de 1892, esa anécdota vie­ne prácticamente a continuación del único co­menta­rio relativo a Lucio Victorio; las argumentaciones del "hombre de brillante vida mundana" son, en lo esencial, análogas a las de Eduarda.    ¿Qué ocurre entonces con esa respuesta íntimo-públi­ca, en la que se in­forma que "en cada pieza de nuestra antigua vajilla ha­bía un escudo de armas"? ¿Abolengo para reprochar o sedu­cir a los Mansi­lla?    
 Acaso por el rastro de los antepasados más de una diferencia, en términos políticos, se matizaría. El "Pachi" Gorriti, caudillo federal, o las oscilaciones de Lucio Norberto Mansilla o el casamiento de Eduar­da con el hijo de un declarado antirrosista harían su contribución.   
 Parecen ser las otras, las distinciones sociales, las que determinan la divi­sión irreversible entre ambas, y Juana Manuela las percibe con cla­ridad. Es por ellas que mientras Gorriti viaja por América detrás de exilios, traba­jos, climas favorables a su salud, nece­sidades familiares o, también, gus­tos y nostalgias, Eduarda Mansilla de García pasea por Estados Uni­dos y Europa, po­niéndose en contacto con los personajes más relevantes del momento, como  Abraham Lincoln, el Duque de Chartres o H. W. Longfe­llow.    
Mientras Juana Manuela traduce, por ejemplo, para La Alborada del Plata, en 1877, del original quichua, el "Manchay Puitu", Eduar­da Man­silla es, de adolescente, la llamativa intérprete entre Rosas y el conde de Walewski, así como la presumible colaboradora de las traduc­ciones que su esposo Manuel R. García hace, en 1866, de Edouard Labou­la­ye.   
 Gorriti opta por el indio (ya desde Sueños y Realidades -1865-, Panoramas de la vida -1876-, Misceláneas -1878); Mansilla, por el gau­cho (Pablo ou la vie dans les Pampas -1869), y estas elecciones hablan de una mirada de la historia y del arraigo. Se trata de dos for­mas de conce­bir el afamado "nacionalismo".   
 J. M. Gorriti pone en circulación el yaraví, es ella quien, desde sus veladas literarias de Lima, autoriza a la gente "culta" a escuchar esta música popular y autóctona. E. Mansilla, amiga de nombres resonan­tes como la contralto Marietta Alboni y el tenor Enrico Tamberlick, musicaliza poemas de A. Lamartine y V. Hugo.   
 Si Santiago Vaca Guzmán, Santiago Estrada, Pastor Obligado prologan los textos de Gorriti; Laboulaye, Caleb Cushing prologarán los de Man­silla, y Horace Mann o su lúcido hermano Victorio harán la traducción.    Alejados epistolarios permiten ver cómo Ricardo Palma comenta y ce­lebra (excepto en el caso de Co­cina Ecléctica) la obra de Gorriti, y E. Mansilla recibe, para Pablo o la vida en las Pampas, un amplio elogio de Víctor Hugo.  
  Las cartas están echadas: R. Palma y Víctor Hugo son las expresiones condensatorias de un sistema cultural de relaciones. 1892 propiciará la intersección de dos entierros literarios: palmas y victorias fúnebres para ambas escritoras argentinas.    
Y algo definitorio: las mujeres de nuestro país tenemos que hacer "buena letra". 

  Artículo aparecido en:Página/12, Suplemento de Cultura, Buenos Aires, domingo 14 de marzo de 1993. 

© María Gabriela Mizraje, 1993. Todos los derechos reservados.